Esta es una semana especial: para los creyentes porque la viven con devoción y para los menos creyentes porque es un momento para buscar otros paisajes y otros silencios, si se tiene la suerte de encontrarlos. Sí, es una semana distinta y un buen pretexto para olvidarnos por unos días de los avatares políticos, tan densos, tan presentes en los últimos tiempos, y dejar que nuestra mirada se pose en otros acontecimientos que también tienen lugar, aunque no lo parezca, aunque se oscurezcan con el mucho ruido que nos envuelve.
Por eso esta semana descansaré y les haré descansar de esas cosas que nos hablan de derechas y de izquierdas, de centro y al lado, porque esta semana tengo la necesidad de compartir con aquellos que me hacen el honor de leerme la emoción vivida la semana anterior, en una exposición organizada por la Escuela de las Artes de Murcia. Una exposición colectiva en el Centro de Artesanía de la Región, que se repite todos los años, y que todos los años nos ofrece alguna agradable sorpresa en el mundo del arte y este año esa sorpresa nos llega en un pintor alto y espigado, que carece de formación académica—una casa mantenida por un padre empleado de la limpieza publica no da para muchos dispendios–, pero que ha llegado a la conclusión, al parecer, de que si nos centramos en una cosa y la escudriñamos bien, seguramente haremos nuestra la comprensión y el conocimiento de aquello que nunca imaginamos.
Y sí, Joaquín Fernández, este jovencísimo pintor murciano, de apenas 17 años, nació para pintar porque siempre se reconoce queriendo plasmar en un papel, en un lienzo, en todo aquello susceptible de ser pintado, todo lo que lleva dentro hasta sentirse artista. Un artista, un pintor de trazos firmes y cuidados, reflejo del realismo más profundo. Un realismo impropio de una edad en la que aun se debería estar en el camino de la búsqueda de los colores. El ya encontró lo que anhelaba y cuando ves sus cuadros no es difícil acordarse, salvando las distancias, de Ciencia y Caridad, el cuadro que pintó Picasso cuando solamente tenía quince años. Después el genio malagueño se convirtió en el mayor revolucionario que deparó la pintura pero ese cuadro, que se considera la última gran obra academicista del joven Picasso, es puro realismo.
Siempre hemos pensado que no es necesario entender de arte para que la contemplación de las obras nos emocionen, no importa que sea pintura o escultura, como tampoco es necesario saber música para que cuando tenemos la fortuna de asistir a un concierto los sonidos invadan nuestros sentidos y nos emocionen, seguramente porque el arte, en cualquiera de sus manifestaciones es el reflejo de una especial sensibilidad para sentir lo que ocurre a nuestro alrededor. La pintura, y el arte en general, se sienten y se aman y según la sensibilidad de cada persona se aprecia y se disfruta como yo disfruté de los retratos de este pintor murciano.
Joaquín Fernández se declara retratista, y lo es, lo es con mayúsculas. Sabe lo que quiere hacer, sabe lo que busca en la pintura y, sobre todo, sabe que no quiere vivir sin el ejercicio de la misma porque para él la vida es eso, levantarse por la mañana y pintar, y por la tarde pintar y por la noche pintar. Y es que él podría hacer suyas las palabras que en alguna ocasión pronunciara el gran pintor holandés Vicent Van Gogh cuando dijo eso de que «sueño con pintar y luego pinto mis sueños». Joaquín Fernández es insultantemente joven y maravillosamente artista. Y sí, tiene muchos sueños por estrenar y todo el tiempo del mundo para hacerlos realidad, porque quiere y puede, porque los ocres, verdes y amarillos que bullen en su mente son capaces de convertirse en el reflejo de su gran capacidad pictórica, que le hace aparecer como lo que ya es, un gran retratista, hecho asimismo, que descubrió que el éxito es el esfuerzo por ser.